«Cuando yo tenía catorce años, mi padre era tan ignorante que no podía soportarle. Pero cuando cumplí los veintiuno, me parecía increíble lo mucho que mi padre había aprendido en siete años.»
(Samuel Langhorne Clemens, Mark Twain;
Florida, Missouri, 30 de noviembre de 1835 – Redding, Connecticut, 21 de abril de 1910)
Es lo que tiene la adolescencia... En realidad, es un sentimiento, la edad de la omnisciencia subjetiva. Y, sobre todo, la edad en la que el mundo adulto resulta un absurdo friso de estupideces varias... El profesorado, la familia, la madre, el padre, son para el ser humano adolescente una simple muestra de la estulticia posible, lo que hay que evitar, como sea, llegar a ser. Pero siempre, sin saber muy bien cuándo ni cómo, la adolescencia deja de ser ese sentimiento de alegre tristeza, de necia sabiduría. de taciturna esperanza... Y, mientras tantas contradicciones se disipan, comienzan a perfilarse algunos referentes escolares, familiares, maternos, paternos, como algo vitalmente significativo. Pero, claro, apenas se acierta a saber quién ni cuando ha transformado el viejo friso de la estupidez en un incipiente oráculo de orientaciones para la vida. ¡Afortunadamente la Antropología ha mostrado que esto, una evidente conformación cultural del desarrollo humano, no tiene por qué ser así ni en uno ni en otro sentido!.
Nacho Fernández del Castro, 19 de Marzo de 2011.
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